domingo, 27 de abril de 2008

CAMARINES Y MARAVILLAS EN LA ESPAÑA DEL BARROCO


Con la llegada del barroco, el mundo del coleccionismo pasa del ambiente intimista del gabinete de curiosidades propio del siglo XVI a la expresión de la grandeza de su poseedor más típicamente barroco. Este cambio en el coleccionismo lleva consigo una inflexión en el gusto artístico que se inclinará definitivamente hacia el coleccionismo de pintura.

Sin embargo durante la primera mitad del siglo XVII todavía es frecuente encontrar colecciones de curiosidades y rarezas, como las que tenía Felipe III en su Palacio de la Ribera en Valladolid, que durante los años que residió la corte en esta ciudad entre 1601 y 1606, se convirtió en el epicentro de un coleccionismo a caballo entre el renacimiento y el barroco.

En el camarín situado en el Palacio de la Ribera, junto a multitud de figurillas piadosas de santos en diferentes materiales, también nos encontramos "
ocho figurillas, siete de hombres y una de mujer con diferentes ystrumentos y señales", "una tortuga con su tapador y una paxara encima y tres paxaros y un conexo", "un cierbo", "dos perros sabuesos" y "un gato, un león y dos monos pequeños" [sic]. Este camarín ya no se conserva como tampoco sigue en pie el Palacio de la Ribera en el que se encontraba, sin embargo, no muy lejos de allí sí que se conserva un camarín-relicario, el de la iglesia de San Miguel, antigua casa profesa de San Ignacio. Es un poco más tardío, de mediados del siglo XVII, sin embargo conserva muy bien el aspecto que pudieron llegar a tener esta clase de estancias.

En los años primeros de siglo XVII, existía en la sociedad un gusto desaforado por el objeto precioso, gusto que viene muy bien descrito en
La Fastiginia, obra del portugués Pinheiro Da Veiga, que describe muy bien el ambiente festivo de los años de la corte en la capital del Pisuerga. Los objetos no sólo se coleccionaban sino que también tenían un uso social, eran elemento de prestigio y se utilizaban como regalo e intercambio en fiestas y reuniones; este uso del objeto precioso como regalo se puede ver en el diario del viaje a España del cardenal Francesco Barberini (1626), escrito por el célebre erudito, mecenas y coleccionista Cassiano dal Pozzo.

En Madrid una colección destacaba sobre todas las demás, la de Juan de Espina, descrita por Quevedo como “
abreviatura de las maravillas de Europa, frecuentada en gran honra de nuestra nación de los extranjeros, que pudo ser muchas veces no diesen otra cosa de nuestra España que guardar a sus memorias”. La colección estaba dispuesta “para estudio de los artífices, no para adorno de sus aposentos”, sin embargo su visita sólo podía realizarse de noche. Para no ser molestado había hecho instalar en la puerta de su casa un torno por donde se le introducían los alimentos y era servido únicamente por autómatas construidos por el mismo y que, antes de morir, desmontó personalmente. Estos autómatas, que se paseaban disfrazados de damas y galanes con atavíos costosísimos por los corredores altos de su mansión, le valieron una acusación ante el Santo Oficio por brujo y nigromante.

Esta colección, la más sorprendente de la corte en tiempos de Felipe IV, tenía junto a los autómatas ya citados, otros, como uno en forma de torre con una escena de caza que giraba al dar las horas, un
“reloj grande que corre por una sala con una figura de medio hombre y medio caballo con una mano en la cola y dispara una flecha y menea la cabeza al tiempo de tirarla”; otro sobre una figura de elefante, que se desplazaba y movía los ojos, otro en un perrillo de plata y una “sortija de oro que tiene un reloxito extrahordinario [sic] y curioso que pica en el dedo cuando da las horas”.

Tenía también una sala con multitud de
“escritorios con secretos que sólo el dueño o el demonio acertaran”, otra con una gran nave “con sus velas, jarcias, cables y los demás pertrechos, sobre un mar tan artificioso, que no pudo buscar en la tierra cosa que más le imitase…”, una sala con vidrios, cristales y porcelanas, y varias otras habitaciones con “relojes demostradores y de campanilla de los excelentes maestros de París”, así como “muchísimos espejos pequeños, y grandes y grandísimos”, instrumentos musicales de gran riqueza, armas, libros y curiosidades naturales (huevos de avestruz, piedras bezares, caracoles de nácar…), artificiales (joyas exóticas, algunas regalos de los reyes de Francia e Inglaterra, “diversas cosas de pasta de Nápoles”...), una amplia serie de piezas escultóricas de la antigüedad o imitación de la misma…

Vicente Carducho, en sus
Diálogos de la Pintura, nos dice de la colección de Juan de Espina: “tiene cosas singularísimas, y dignas de ser vistas de cualquiera persona docta y curiosa (además de las Pinturas) porque siempre se preció de lomas [sic] excelente y singular que ha podido hallar, sin reparar en la costa que se le podía seguir, preciándose de recoger lo mas acendrado y extraordinario. Allí ví dos libros dibujados y manuscritos de manos del grande Leonardo de Vinchi, de particular curiosidad y doctrina…”, y apunta también que “tiene cosas de marfil de tanta sutileza, que apenas puede la vista percibirlas”.

Para acabar, y como síntoma de los nuevos aires que se presentaban en el ámbito del coleccionismo, nos encontramos con la colección pictórica, cuya modernidad queda demostrada por la presencia de varios cuadros de tema naturalista, como 12 lienzos de los meses, cuatro paisajes grandes, nueve cuadros de pesca, ocho de caza y montería, varios retratos y una serie de 24 emperadores.